Tres puntos finales
VERÓNICA SUÁREZ RESTREPO
tapar el sol con un beso
Yo tenía nueve años, un sombrero rosado, unas gafas de lente azul y patas amarillas, un overol, una camisa de flores y un muñeco de pelo naranjado y tenis verdes llamado Miguel. En el bolso que, a juzgar por mi sentido de la moda, milagrosamente combinaba con el sombrero, llevaba un libro de aventuras que me absorbía sobre todo en los aeropuertos.
En aquel híbrido entre Estado (Unido) y país había vivido mi papá por asuntos de trabajo. Durante los últimos dos años se había debatido el tiempo entre Puerto Rico y Colombia, por eso estábamos ahora los tres –papá, mamá y yo- en territorio caribeño.
Recuerdo, sobre todo, el sol en el asfalto y un deseo visceral de meterme al mar. Íbamos unos días para la playa –Playa de Condado, y otros para la ciudad –el viejo San Juan. Teníamos en mente unas vacaciones tranquilas, familiares; otros niños jugando en la arena y sus padres disfrutando de un merecido tiempo de descanso. Pero “la vida te da sorpresas”, como no en vano dijo alguna vez Rubén Blades.
La memoria me traiciona cuando trato de recordar una hora exacta, seguramente tiene algo que ver esta vieja costumbre de no llevar reloj. Ya había pasado el medio día, pero no eran aún las tres de la tarde. Recuerdo cómo los siete colores del arcoíris ondeaban en aquella bandera que se pronunciaba delante del edificio blanco. El cielo estaba claro. Mis papás bajaban las maletas del taxi –yo tenía suficiente con Miguel (el muñeco)- mientras, con absoluta inocencia, yo me preguntaba por qué la bandera de Colombia sería tan aburrida. Realmente aquel colorido no significó mucho para mis papás y para mí, sólo una cierta decepción nacional.
Recuerdo subir las escaleras y no ver niños. Recuerdo llegar al lobby del hotel y no ver mujeres. Abrí mi libro mientras mis papás hacían el check-in y me senté –al parecer se trata de otra vieja costumbre- a leer en el suelo. Delante de mí pasaban hombres con diminutos trajes de baño. Yo, más que otra cosa, envidiaba su ligereza de ropas. El calor era fulminante. Los pasos de la gente parecían ser guiados por el ritmo del reggaetón que venía de una inmensa terraza decorada por ostentosos platos de fruta.
Mis papás se acercaron, ella con una risa nerviosa, él con su seriedad característica. Mi mamá es bajita, de ojos grandes y cabello rubio y rizado. Mi papá es alto, moreno y parece tener siempre una postura corporal adecuada. Algo no andaba del todo bien.
- Tata – así me llama mi mamá – vamos a tener que irnos de este hotel. Vamos para uno que queda cerquita. Ya viene el taxi por nosotros. Ahorita te explicamos qué pasó.
Me puse de nuevo las gafas azules y cerré el libro.
En el taxi –y ese momento lo recuerdo perfectamente- empezó la explicación; porque luego de la advertencia tuve que renunciar a todas mis preguntas.
- Lo que pasa es que ese hotel es exclusivo para homosexuales. El señor de la recepción nos contó que la bandera de colores es la bandera gay. Nos dijeron que nos podíamos quedar allá, pero que si veníamos contigo era mejor irnos para el hotel que vamos en este momento – explicó mi mamá.
-¿Pero en el otro también hay playa y piscina? – era lo único que a mis nueve años realmente importaba.
- Sí, claro.
- ¡Y esa bandera que me había parecido tan bonita! Me gustaría que fuera de algún país-. De tal observación recibí sólo una sonrisa.
La historia podría perfectamente terminar aquí y sonar bastante insulsa. Pero nuestra relación con la dominante población homosexual no terminó con el cambio de hotel. Mi papá, inocentemente, había elegido nuestro destino basado en la corta distancia que lo separaba de su lugar de trabajo en San Juan. Así que no debíamos alejarnos mucho de la Playa del Condado, al norte de la isla.
En el nuevo hotel, Casa Condado, nos recibió una mujer de tez morena, unas gafas de pasta innecesariamente grandes y pelo artificialmente rubio, ya casi blanco. La llamábamos Lili –supongo, aunque no afirmo, que era una abreviación para “Liliana”.
Un gesto de desaprobación se cruzó por su cara cuando supo el motivo de nuestra inadvertida llegada. Imagino que no creía mucho en las casualidades, tal vez no le parecía del todo ingenua la presencia del grupo familiar precisamente en esa playa. Era una mujer bastante intimidante, de voz gruesa y para nada tímida. Con el pasar de los días mis papás se acercaron a ella. Resultó considerablemente más amable de lo que lucía. Era una amabilidad extraña, sin embargo. Algo tosca, como resentida.
- Yo me quiero morir de algo importante –decía alguna noche en la que ya se había tejido una suerte de vínculo amistoso. - Pero esta gente muriéndose de SIDA… ¡A mí que me dé cáncer o alguna cosa que valga la pena!
Hasta hoy me parece extraño su concepto de “muerte importante”. Tal vez nunca lo entienda del todo, tal vez siempre me parezca gracioso nomás. Lili nos entregó las llaves del cuarto y algún otro empleado nos guió hasta allí.
En la habitación de un hotel uno espera encontrarse algo así como dos o tres camas, una pequeña nevera, un televisor, un baño y probablemente un cuadro de mal gusto. Seguramente así lucía la nuestra, porque no la recuerdo muy bien. Uno no suele recordar los eventos predecibles. Por eso sí recuerdo perfectamente lo que vi al llegar a la playa, de nuevo con aquellas gafas azules, y ahora con el balde y la pala.
Era alto y fornido. La cabeza calva en contraste con el pecho peludo le confería un cierto toque de “chico malo”. Tenía una barba cuidadosamente contorneada y unas gafas oscuras que le ocultaban la mirada. Llevaba en la mano un trago en las rocas. Lo único que le cubría la piel –además de las gafas- era una tanga plateada. Sí, una tanga. Con un ademán contradictoriamente femenino, se dio la vuelta, dejando ver en su glúteo derecho un tatuaje de una sirena. Sé que lo miraba sin discreción alguna, sin disimular mi asombro, porque mi mamá me dio el típico pellizco de madre que quiere decir “eso no se hace”. Debo confesar que más que la tanga, me impresionó la sirena.
Nos sentamos, entonces, en medio aquellos hombres que tomaban el sol frente al mar puertorriqueño. El ambiente era de fiesta: la salsa, el reggaetón, los cócteles y el azul intenso del cielo hacían de este sitio uno de los más alegres que he conocido.
El hombre de la tanga parecía bastante popular en el sector. Recuerdo un par de besos bastante apasionados con otro hombre; pero sobre todo aquella sirena, condenada a perseguirlo.
Había también hombres viejos de barrigas redondas y cabellos blancos con sus parejas – “hombre con hombre”, como diría una bien recordada reina de belleza antioqueña. Jóvenes, gordos, altos… hombres, simplemente. Hombres de los que uno se encuentra en el supermercado o cruzando la calle.
Durante una semana hice, con mi padre, castillos de arena. Disfruté del mar, del sol y de la familia. Sin pedirla, tuve una pequeña charla con mis papás sobre las particularidades del sector y los habitantes. Con naturalidad me dijeron que las personas que había visto eran iguales a nosotros –un discurso que por más gastado no deja de ser útil- y que era importante que supiera que aquello era parte del mundo.
Me permito recordar que tenía yo nueve años. Juzgo por mi experiencia cuando digo que los prejuicios se aprenden, con ellos no se nace. Ante mis ojos, durante ese diciembre de 2003, fue más extraño un tatuaje que una tanga, e incluso, que un beso. Hoy, converso con mis papás sobre el asunto y ellos se mantienen en su posición, que por supuesto, yo comparto: “ése es el mundo, tata. No se puede tapar el sol con un dedo”.