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maldita costumbre, cómo te amo

 

La clave de la felicidad estaría, quizás, en no acostumbrarse a nada. Ese fue mi primer pensamiento el martes de esta semana, al darme cuenta que le faltaba algo a mi mañana. Y entonces, esa punzada en el pecho. Dolor físico, el de la ausencia. Y no necesariamente la ausencia de una persona… De una palabra, incluso; pero una palabra a la que estábamos acostumbrados.

 

De qué manera se nos desajusta el mundo cuando se rompen los hábitos. Cuando, de repente, se acaba esa serie que veíamos todos los martes a las seis de la tarde.  Cuando nuestra mejor amiga se muda del otro lado del mar y de pronto quedan vacías las noches de los viernes. Cuando cambian el menú de nuestro restaurante favorito. O cuando aquella persona, que siempre estaba ahí para nosotros, ya no está. Ni están sus mensajes de texto, ni sus pequeñas particularidades, ni nada. Simplemente, ocurre que ya no está. O lo que es casi peor, sólo está a veces.

 

Y entonces, más pensaba: no acostumbrarse. A nada. A nadie. Y no sentir este dolor, que además de dolor da rabia. Sin la costumbre, todo resultaría una agradable sorpresa. El problema de esperar es que la espera se alargue… más de lo esperado.

 

Salí al trabajo, por la calle que acostumbro caminar todos los días, a la hora a la que suelo caminar todos los días, a hacer las cosas que hago todos los días. Mismo peinado, mismo color de pelo, mismas uñas medio despintadas. Todavía con rabia. Regresé del trabajo y  y, como siempre, hablé con mi mamá. Y fue esa voz la que me hizo reconciliarme con la costumbre.

 

La costumbre es aquello que nos hace sentir en casa. Es sinónimo de tranquilidad, de comodidad. Es cierto, sin embargo, que uno crece más cuando se desacostumbra, pero también llora más. 

 

Odiar. Y amar. A veces al mismo tiempo. Acostumbrarse. Desacostumbrarse. De eso también se trata la vida, finalmente. 

 

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