Tres puntos finales
VERÓNICA SUÁREZ RESTREPO
La música brilla en sus ojos
Premio CIPA (Círculo de periodistas de Antioquia) a la excelencia periodística. Mención de honor - Mejor trabajo en prensa.
Mejor crónica escrita - IX versión de Periodistas en la Carrera (Universidad EAFIT)
Casi siempre parqueamos en el mismo punto, y mi mamá y mi bastón me llevan al bloque 33 de la universidad.
Ya antes de la entrada un par de voces y un par de roces de espalda me han saludado. A veces hacen falta unos cuantos segundos para que salga el nombre correcto de mi boca, pero las texturas de las manos y el timbre de las voces me ayudan en gran medida. “¡Juan Camilo Suárez!”, exclama Candelaria, una de mis compañeras. A ella la reconozco por su voz. “Oe, parcero”, a él debo tocarle su mano. “Oiga, Pachito, ya volvió a sacar el músculo”, le digo a un viejo amigo, cuya mano tiene una forma bastante particular. Y así. A mi mamá también la conocen y la quieren mucho… Pero, ¿quién no? Ella es un encanto.
Ese viernes, 2 de noviembre, con los exámenes finales pisándonos los talones, me encuentro con Humberto y con Rolando en el primer piso, y me despido de mi mamá. Ellos son mis compañeros de Teoría del Jazz. Como ya me vieron saludar a Cande y a Caro, otra compañera, me molestan. “¿Siempre con las más lindas, Cami? ¡Qué viciecito el suyo!”. Yo sólo me río de las casualidades que no puedo comprobar… No sé si son lindas o no, pero resulta que mi percepción de la belleza no es tan equivocada. Para mí, la belleza está en su voz. Si la voz es linda, ellas son lindas. Al parecer, esta apreciación coincide con su imagen, porque no es la primera vez que alguien me hace el chiste.
Nunca ando solo por el mundo, por necesidad y por placer. La universidad es grande y, si me mueven algo, acabo perdiéndome; además, me gusta conversar. Mis guías hasta el tercer piso son Humberto y Rolando. Tengo un reloj que me dice la hora - “son las nueve y tres minutos” –; según éste, como siempre, León va a llegar tarde. Él es mi profesor, un jazzista “de primera”. Al llegar al salón, busco con mis manos una silla y saco mi cuaderno de notas.
León, efectivamente, llega pasadas las 9:10 a.m. El primer ejercicio consiste en sentarse al piano y cantar una melodía que no se relaciona directamente con la armonía. Mi rostro delata cuánto me molestan los errores de mis compañeros, pero callo y les aplaudo cuando lo hacen bien. Luego voy yo y el maestro asiente. “Muy bien, Cami”, a lo que yo me emociono. Creo que tengo una ventaja grande: mi cerebro tiene mucho espacio para guardar sonidos; el que otros se gastan en imágenes. Me es fácil imitar sonidos; por eso he aprendido el Francés con inmensa facilidad. Por eso la música me sale tan natural…
La parte difícil viene cuando lo que debo comprender es teórico. Soy más lento que los otros, porque tengo que analizar lo que me explican tan sólo a partir de lo que escucho. Además, mi escritura es más compleja. Como la tinta me es inútil, escribo con un punzón metálico y una regla de moldes en braille que, a mis trazos, hace mucho ruido. Tardo más en entender y en plasmar sobre el papel aquello que mi cerebro ya guardó. Todas mis clases tienen una dinámica similar, por lo cual mis ventajas y desventajas son las mismas: en la parte práctica, muy bien; en la teórica, lento… lento, pero seguro.
Mi instrumento favorito es el piano. Me conmueve hasta las lágrimas. Hay una obra en particular que me hace vibrar el alma. Puedo tararearla, pero he olvidado su nombre; es de Georges Bizet y es inspirada en su infancia. Mi énfasis es en canto jazz, y mi profesora actual es Claudia Gómez. Esa clase la disfruto mucho porque no tengo que escribir, así que rinde bastante. En Eafit he aprendido, sin embargo, que no basta con tener buen oído. Ser músico es, para mí, reunir un conjunto amplio de características que confluyan en la integralidad: escuchar, tocar, interpretar, escribir y lograr que otros entiendan y sientan lo que pasa por la cabeza de uno.
La música ha crecido conmigo. A los 5 años empecé a tocar piano en la academia Jorge Camargo Spolidore, por sugerencia de unos amigos de mis papás. La profesora Norma me tuvo paciencia y guió mis primeros pasos del camino. A los 10 años descubrí que podía cantar. A los 15, más o menos, empecé a componer. Le escribí al amor mucho tiempo. También les hice una canción a mis manos, porque ellas me ayudan a entender el mundo: me permiten escribir, tocar un instrumento, sentir texturas, saber cómo es una persona… Ahora, a mis 22 años, escribo arreglos para jazz y escucho blues. Creo que lo que oigo y lo que sale de mí, hablan del momento en el que me encuentro. Ahora, mi foco es la universidad.
¿Mis sonidos preferidos? Los de la naturaleza, casi todos los disfruto. El mar, no tanto, aunque a todos les fascine. A mí me parece que no tiene mucho qué ofrecer y que es muy monótono; tal vez no percibo su majestuosidad… No sé y nunca sabré. En cambio, hay otros que me encantan. Existe un lugar cuya sonoridad me resulta particularmente atractiva: Río Claro. Hace poco fui y me impresionó muchísimo oír tan de cerca los animales, la lluvia y el viento. ¡Y el agua corriendo por la quebrada! Es bellísimo. Además, el paisaje cambia constantemente. Se parece mucho a la música.
En la tarde regreso a casa. A veces estudio y otras, me relajo. Veo mucha televisión. De verdad. Cuando suena un comercial en el cual no hablan, yo ya sé de qué es sólo por la música. Veo cadenas extranjeras, generalmente traducidas al español. Disfruto los programas educativos y las series. Me gusta ir a cine por la calidad del sonido: me permite ubicarme en otros escenarios. Yo me formo imágenes de lo que cuentan las voces: imagino otros sonidos, temperaturas y olores. Ésas son mis imágenes; ése es mi mundo.
No me haría una cirugía, si existiera esa posibilidad. No quisiera percibir el mundo de otro modo, sería demasiado complicado crearlo de nuevo. Yo no quiero volver a nacer a los 22 años, me desorientaría totalmente. Ver no me hace falta, ya aprendí a vivir así.
La música es de las cosas más hermosas que puede hacer el ser humano. Para mí, es la manera más agradable de construir la rutina y, paradójicamente, de escapar de ella. Es mi modo de habitar el mundo. Sí, es eso… Seguramente es exagerado decir que lo es todo, pero, al menos, permea significativamente los otros aspectos de mi vida. Es la manera en que percibo mi alrededor. Eso… eso es la música. Yo creo que todas las personas vienen a este mundo a algo. Yo aún no tengo mi respuesta, pero tengo clarísimo mi camino. La música produce encuentros: con uno mismo, con Dios… Pero lo más bonito es que llega a muchos lugares y a muchas personas. Es un arte para sentir. Es una forma de la inmortalidad.
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Juan Camilo Suárez Román tiene 22 años y cursa 6to semestre de Música en la Universidad Eafit de Medellín. Vive en el barrio Los Colores de la ciudad con sus padres, Gloria Elena Román Villada y Elkin Suárez López. Este hijo único es invidente debido a un nacimiento prematuro. Estudió hasta el grado 8vo en una escuela especial para ciegos, pero ésta fue cerrada por órdenes gubernamentales. Cursó, entonces, los grados 9no a 11 en el colegio Calasanz. Allí, sus profesores se adaptaron a su condición y asumieron el reto de tenerlo como estudiante. Se graduó en el año 2008 con muy buenas notas y en 2009 comenzó su carrera profesional. Es un joven alegre y se expresa de manera elocuente. De tez blanca y mediana estatura, casi siempre lleva gafas oscuras. Se viste con bluejeans y camisetas de colores. En su bloque lo conocen y conocen a sus papás, quienes tienen entera disposición para él. Dice que no sabe qué quiere para su futuro profesional, que sólo sabe que ama la música y continuará en el camino.
Este testimonio fue dado por Juan Camilo el 2 de noviembre de 2012 en la Universidad EAFIT.

De lunes a viernes, a eso de las 6:30 a.m., suena el cucú de la sala y me despierta. Sé que ha llegado la mañana, también, por los pajaritos que cantan afuera. La noche, por su parte, suena distinto. Suena a grillos y a insectos, y es más fría. Desde los sonidos, y un poco desde la piel, escribo mis días. El primero contacto táctil con el mundo exterior lo constituye el beso de mi madre y, luego, viene su voz, que me da los buenos días. Me levanto, me baño y desayuno. Mi papá ya está merodeando por ahí; lo sé por el olor a café que intuyo oscuro. En las mañanas, no paso mucho tiempo en casa.
El recorrido que sigue lo conozco bien; es siempre el mismo. Medellín es pequeña: tardamos unos 25 minutos para llegar de la casa, en Los Colores, a Eafit, en la avenida de Las Vegas. En el carro repaso para las clases o conversamos los tres.