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Fragmentos de madera

Foto por: Alejandra Sepúlveda.

Bien, gracias ¿y usted?

 

-Discúlpeme. A veces se me olvida que tengo este aparato. Pero no piense que no la estaba esperando.

 

Me recibe como si nos conociéramos de toda la vida. Realmente se ve apenado, mientras mira las seis llamadas perdidas.

 

-Es que dejé el celular en la sala y con esta música ni lo oigo. Menos mal logró llegar. ¿Cómo le ha ido?

 

Los formalismos –tan necesarios- continúan por un rato, mientras que estruendosamente una música barroca se escapa de la que, presumo, es su habitación. La casa es amplia y llena de muebles en madera, todos tallados. Él lleva 

puesta una camisa de manga larga, muy elegante. Tiene el pelo negro, muy negro. Igual que su barba. Es bajito, de sonrisa y ojos grandes. En la sala hay fotografías antiguas y modernas en marcos dorados.

 

Me pide que vayamos a su pieza, que allá se siente más cómodo. Mientras caminamos, el sonido de la música se hace más fuerte.

 

-¡Ah! Y después la gente aquí reniega porque vinieron los españoles. Oiga, oiga qué belleza. Esa es toda música del siglo XVI, en español antiguo. ¡Preciosa!, ¡preciosísima!

 

Canta un pedazo de la canción que no comprendo y apaga su equipo de sonido. Su mirada es bastante cálida.

 

La habitación concuerda perfectamente con el resto de la casa. Es amplia y llena de muebles en madera, todos tallados. Hay más fotos y algunas estatuas precolombinas, que más tarde me cuenta, orgulloso, son originales.

 

-Siéntese, bien pueda.

 

Manuel tiene 18 años. Sí, sí. Dieciocho.

 

-Yo no sé qué pueda interesarle sobre mí…

 

Considero seriamente que está siendo sarcástico. ¡Mírese, por Dios! ¿De verdad se lo pregunta?

 

Tiene 18 años, su habitación parece la de un hombre de al menos 60, habla como si tuviera al menos 30, oye música barroca, es un experto en cine y no contesta el celular… Tiene 18 años. ¿Qué podría no interesarme de él?

 

De todas, el cine

 

Empezamos a conversar y cada vez me convenzo más de que estoy frente a un verdadero personaje: enamorado de la imagen, apasionado por el arte y encantadoramente interesante.

 

Primero fue la fotografía, por su papá. Después, la pintura. Finalmente, y de la manera más extraña, llegó el cine. Pero de todas las posibilidades, la última es su preferida.

 

Afirma que la pintura es estática y silente. Que siendo una forma tan pura de registro, se ha convertido en un producto. “¡Ah! A mí no me gusta hablar de arte”, pero sigue. Le duele que el arte hoy sea “un conjunto de formas de expresión subutilizadas en busca de un valor comercial”.

 

A pesar de su fascinación –algo resignada- por la pintura, nada le seduce igual que las posibilidades del cine. Habla de él y su tono de voz cambia, sus ojos se pierden y sus palabras no se agotan. Le maravilla la posibilidad de movimiento, la fuerza narrativa que tiene. Para ilustrarlo habla de los hermanos Lumière y de “La llegada del tren”, un cortometraje presentado a principios del siglo XIX que muestra, literalmente, la llegada de un tren a una estación. Lo gracioso de la historia es que la gente, al verlo, salió corriendo del teatro asustada “¿Sí ve el poder que tiene el cine?” Se distrae por un momento mirando su gato y sonríe, como quien recuerda algo agradable. Efectivamente, es así.

 

La bibliotecaria

 

“Yo estaba en la biblioteca del colegio, tenía alrededor de 15 años. Estaba viendo libros -¡claro!- y la bibliotecaria se me acercó a decirme que habían conseguido el catálogo de las películas del centro Colombo Americano y que me las podían prestar; que me mandaban al mensajero del colegio a alquilarlas. No era nada formal, sino que ella me quería mucho. Yo por puro protocolo miré la lista; no pensé que fuera a rentar nada. Pero hubo un nombre en particular que me llamó mucho la atención: Un señor dizque François Truffaut, con una película llamada Los 400 golpes. ¡Los 400 golpes!, mejor dicho. ¿Usted se imagina 400 golpes? Además, ¿qué clase de golpes? Entonces la pedí y me pareció completamente fascinante. Y al cabo de dos meses ya había visto todas las películas que el Colombo Americano tenía de Truffaut.

 

Luego conocí a Godard, que no me gustó. Y más tarde vino Ingmar Bergman, que es quien más admiro en el mundo del cine. Me gusta porque hace un registro sicológico buenísimo de sus personajes. Además, su cine es completamente narrativo, que es de lo que carece Víctor Gaviria.

 

Sin embargo, si tuviera que tomar un referente, elegiría al japonés Hiroshi Teshigahara. No toda su obra, sólo “La mujer en las dunas”. ¿Sabe por qué? Porque es una historia que podría pasar muy fácilmente en Colombia. Yo creo mucho en que a través del registro de pequeñas realidades, es que se puede registrar la verdadera realidad. “La mujer y las dunas” es precisamente eso: Un microcosmos que refleja la situación entera de un país. Por eso digo lo de Colombia. Se trata de un hombre que queda atrapado, casi secuestrado, en una casa muy pequeña y oscura en el desierto. Allí vive una mujer que él odia. Pero termina siendo víctima del más pasional síndrome de Estocolmo. Es la historia de este país, ¿no? ¡Qué absurdo es el ser humano! Aunque si aquí se hiciera una película sobre el secuestro, terminaría basándose en el libro de Íngrid Betancourt, lo que sería demasiado perturbador, me parece. Claro que no niego que sea muy válido ese registro de la realidad, contada por el que la vive (...) Lo digo en serio”.

 

Pretencioso y torpe

 

Manuel se disculpa por hablar tanto. Se para del sofá en que está sentado y me ofrece café. Lo acompaño a la cocina y me cuenta, desde su perspectiva, los problemas del cine colombiano.

 

-¡Me encanta el café!

 

Sonríe y huele ostentosamente.

 

-¡Ojalá todo lo colombiano fuera como el café!

 

Las críticas que normalmente se oyen del cine de nuestro país afirman que el problema es que es muy violento, muy amarillista, muy explícito. Pero Manuel no cree lo mismo. No niega que esto sea cierto, pero cree hay un inconveniente mayor: “Es demasiado pretensioso, sobre todo económicamente hablando ¡Y de una manera tan torpe!”, afirma. “Se puede hacer muy buen cine sin gastar tanta plata. ¿Ha visto El Vuelco del Cangrejo? Se la recomiendo. Es excelente. Entre otras cosas, ¿ha visto que todas las películas colombianas cuentan la misma historia? Yo no entiendo cómo les siguen financiando el mismo guión con otras palabras”.

 

Hoy, las pequeñas realidades

 

“Fragmentos de madera” se llama el cortometraje en que trabaja ahora.

 

“Mi motivación es una búsqueda algo antropológica. El cine que hago, lo hago para mí. Quiero que mis historias estén muy bien contextualizadas, en un tiempo y un espacio determinados. Quiero hacer un verdadero registro de la realidad. Para eso creo yo que es el cine. Y cuando digo registro no me refiero a documental. La gente suele confundirse. En realidad prefiero el modo de ficción porque muestra las opciones y los deseos de vida de la gente. ¿Ha visto que eso es lo que hace Hollywood? Los arqueólogos se dedican a buscar cosas de este tipo en civilizaciones antiguas y sólo se topan con el ejemplo más imponente, que se construye en los sectores más “privilegiados”. Eso es una desgracia. En una sociedad, lo que verdaderamente cuenta no es cómo vive la gente de arriba, sino a qué aspira la gente de abajo. Los microcosmos de las pequeñas comunidades es lo que habría que registrar”.

 

Así me entero que de eso se trata su proyecto. De juntar un montón de personajes que trabajan con la madera: talladores de la calle Cisneros, carpinteros del Retiro y picadores de Carrizales. Porque todos ellos forman el tronco de un pequeño “microcosmos” que refleja una realidad olvidada en un país del que pronto se va Manuel. “La madera es una cosa que la gente olvida. Es silente, inerte. Tal vez demasiado tranquila”.

 

Viaja a Berlín el año entrante y luego se va a Vancouver para estudiar cine. Entonces decidió explorar Colombia.

 

“Luego me di cuenta que querer explorarla era tan absurdo como querer analizar la economía como un todo. Empecé a entender que si conocía una sola historia, podría entender más fácil mi país. Primero quise conocer la ciudad, luego los barrios y terminé en talleres de madera. Vengo hablándole todo el tiempo de lo importantes que son para mí las pequeñas realidades y sólo hasta ahora se me ocurre esto: la ley que rige la caída de una manzana es la misma que rige el movimiento del mundo”.

 

Me mira silencioso y asiente un par de veces con la cabeza. Ya los dos terminamos el café y, al parecer, la conversación. Le doy las gracias y él se ríe, preguntándome “¿gracias de qué?”

 

Su sonrisa me sigue hasta su habitación, donde dejé mis cosas hace unas tres horas, que sentí bastante cortas. Miro de nuevo a mi alrededor y ahora, quizás por la última parte de la conversación, siento más el olor a madera y los muebles me parecen más bonitos, “silentes y tranquilos”.

 

Nos despedimos con un abrazo y me invita a regresar a su casa, que, según dice, es también mía. Me voy encantada, feliz de conocer –y poder dar a conocer- este personaje que, seguramente, será grande.

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