Tres puntos finales
VERÓNICA SUÁREZ RESTREPO
En medio de guerra, huele a paz

Gloria Rico tendría unos 15 años en aquel entonces. Cursaba 4to de bachillerato en el Colegio Inmaculada Auxiliadora, donde hoy se encuentra el centro comercial Unicentro, en Medellín. Era una niña común y corriente: le gustaba el deporte, especialmente patinar y jugar al básquet, y salir con sus amigas. Sin embargo, albergaba un deseo en su corazón: quería ser religiosa. Sus maestras lo eran y Gloria quería seguir aquel camino. Cuando manifestó su deseo a una de sus profesoras, ella le sugirió que esperara. Ya en grado 11, a punto de graduarse, su vocación seguía intacta. “A Gloria cómo le gustan los muchachos y la calle, ¡no se va a aguantar esa vida!”, declaraba su hermano. "La echan a los ocho
días”, aseguraba su papá. Pepe Zamora, su gran pretendiente de la juventud, decía que se estaba enloqueciendo. Luego de 45 años al servicio de la comunidad salesiana, esta mujer, alegre y vital, ríe de aquellos comentarios. “No daban un peso por mi vocación”, pero heme aquí.
Durante 17 años vivió en África como misionera. Partió en 1986, un año después de que el doctor Barrientos, un famoso otorrino de la ciudad, la recibiera en su consultorio a causa de una gripa que no había desaparecido en diez meses. “Fue la madre superiora la que me dijo que fuera al médico”, cuenta Gloria; “yo a esas cosas no les paro bolas”. Al doctor le contó sobre su gripa y le dijo que había dejado de sentir muchos olores, pero que eso seguro era a causa de la congestión. “Y entonces él me empezó a meter unas agujas gruesas, gruesas por la nariz. Y me gritaba: ‘monja, respire’. Era muy loco, pero muy querido e inteligente. ‘¿Qué siente?’, me preguntó. ‘Nada, doctor, no siento nada’. Siguió metiéndome agujas untadas de unos ácidos muy fuertes, pero yo, nada de nada”. Así fue como supo que había perdido su nervio olfativo. “El doctor me dijo que él no sabía resucitar muertos y que, entonces, tomara “resina” para aliviarme… “resinación””. Gloria suelta una carcajada fresca. Tiene la tez de quien ha vivido mucho: llena de pecas y surcada por arrugas, como los mapas por ríos. Su voz es agradable, algo ronca, y, por su acento, negar su procedencia antioqueña es imposible.
Lo que esta hermana, como se denominan entre ellas, nunca pensó, era lo bien que iba a caerle aquel muerto. Ese mismo año, 1985, hizo la petición a su madre superiora para ser misionera. En 1986 llegó a África.
“Fue difícil, claro. Las condiciones de vida son precarias. Angola estaba completamente afectada por la guerra. Padecíamos enfermedades y nos amenazaron de muerte… Pero, gracias a Dios, todo esto se vio recompensado con las sonrisas de los niños y jóvenes a quienes ayudamos”. Antes de irse para África, dice, era muy cismática y odiaba los malos olores. Una vez en aquel continente, ya no podía sentirlos, así que los caminos por donde las otras hermanas no podían andar, eran perfectamente transitables para ella. “Había aguas estancadas que, imaginaba, olían muy mal. Siempre llegaba de primera a todos lados, porque agarraba esos atajos que las hermanas no concebían. Incluso en los buses, después de un día entero de trabajo y con tanta gente, ellas llegaban mareadas a la casa. Y yo, como si nada”.
La muerte fue su vecina constante. Durante los años en los cuales ella estuvo allí, los portugueses, colonizadores de aquellas zonas africanas, ya se habían ido. Los rastros de la guerra, sin embargo, permanecían. Las guerrillas dominaban las carreteras y había tanques de guerra que hacían parte del paisaje. Cuando, en Angola, viajaban a la capital, Luanda, se encontraban tropas en los caminos que las amenazaban. “Pero Dios nunca nos abandonó”, afirma Gloria. Cuando las veían con sus hábitos y sus crucifijos, los hombres decían “no les hagan daño; déjenlas ir. Son de Dios”. Nunca las agredieron. Al seguir su rumbo, veían carros quemados y cadáveres empolvados. Escenarios desgarradores se erguían por doquier.
Gloria Rico sufrió de paludismo, recayendo un par de veces, y nunca tuvo doctores cerca. Justo cuando ella se enfermó, a causa de aquel mosquito del cual pocos escapan, el hijo menor de los vecinos murió de lo mismo. “Yo oraba en las noches, pidiéndole al Señor que me dejara terminar mi misión; asegurándole que yo no estaba lista”. Los cuidados de sus hermanas, especialmente de la francesa Dominique, la ayudaron a seguir adelante. “Y Dios, siempre Dios”. Cuenta que no tenía mucho sentido ir al hospital; que el sistema de salud era muy precario y había gente en situaciones mucho más críticas.
Sin embargo, no todo fue tragedia. Buenos ratos, guarda muchos en su memoria y brotan de sus labios, en forma de palabras, con alegría pura. De todos sus años en África, recuerda los últimos cuatro con especial cariño. A 15 kilómetros de Luanda, capital de Angola, había una comunidad de cuatro hermanas brasileras que recibieron a Gloria y a sus tres compañeras. Ellas llegaron llenas de expectativas y tuvieron una bienvenida muy emotiva. “Un domingo de 1999, asistimos a una parroquia muy humilde, como invitación de las otras religiosas. Recuerdo cómo las mujeres y los niños de tez negra nos miraban con ojos de una blancura purificante. La “támbula” en dialecto africano significa “ofertorio”. En aquel momento de la eucaristía, los asistentes donaron cosas para nosotras: una ollita, unos cubiertos, una escoba. Siendo tan pobres, nos dieron de lo que tenían. Todo lo que al principio tuvimos, fue ofrenda de ellos”, dice Gloria.
“Angola es un país lindo. Lo que conocí, se parece un poco a Santa Marta; planito y con límites en el Atlántico. A pesar de lo descuidado que estuvo por la guerra, uno sabe que Luanda, por ejemplo, fue muy bella. Fue la ciudad que hicieron los portugueses para ellos. Luego, los negros se impusieron y la tomaron. Pero todo se deterioró mucho. Tanto así que, fuera de la casa de nosotras, en los tanques de guerra de los portugueses, vivían familias enteras, desplazadas por la violencia”, narra Gloria. No necesita hacer pausas ni titubea. Sus recuerdos permanecen intactos.
En las tardes se sentaban a rezar el rosario fuera de la casa. Los niños se acercaban y les pedían que les enseñaran. De este modo, ellas los fueron evangelizando y contándoles de qué se trataba su labor. Pero “primero lo primero”: el hambre. Las hermanas escribían proyectos que enviaban a Italia, donde se encuentra la casa madre de su comunidad. De allí, al poco tiempo, empezaron a llegar contenedores con ropa y comida. “Al principio, sin embargo, sólo teníamos para darles a los niños leche y pan. Es bellísimo porque todo lo comparten. El pan, en vez de comérselo, lo llevaban a la casa para darles a la mamá y a los hermanitos. Después de tomarse la leche, los niños no se querían ir. Nosotras cantábamos y jugábamos con ellos… Poco a poco, la casa se fue convirtiendo en un preescolar. Por la mañana, entonces, estaban los más pequeños. En la tarde, cada una de las hermanas, cuatro con ella, se iba para una zona. Las jovencitas le pedían a Gloria que les enseñara, que ellas no podían ir a la escuela. Entonces, empezó a invitarlas a un quiosco que estaba fuera de la casa y aprendieron a coser. Primero eran 10, luego 20, después 40, 60, 80… “Al final era yo sola como con 100 muchachas. Le conté a la madre superiora y se puso feliz. Me dijo que le enseñara primero a 10 y que, así, la carga iba a ser menor. Eso hice y funcionó perfecto. Tanto así que, de Italia, nos mandaron dinero para abrir un centro de promoción para la mujer, ya con máquinas y todo. El día que lo abrimos, cada una estrenó un vestido, hecho por ellas con los retazos que mandaban de Europa. Fue bellísimo”.
Además de costura y juegos, las hermanas se dedicaron a enseñar. Poco a poco, en aquella pequeña casa se fue construyendo un colegio. “Las hermanas brasileras nos ayudaban y otras niñas vecinas enseñaban también. Los niños nos decían que se sentían en casa de Dios”. A veces se desordena el hilo de su historia, pero es por la emoción de recordarla. “En la parte de atrás de la casa había una laguna. Una de las hermanas se había hecho amiga de un señor que tenía una constructora y cada ocho días llevaba un camión de piedras para ir llenando la laguna. ¡Hasta que se convirtió en una cancha! Los muchachos jugaban, hacían deporte y luego venían a rezar con nosotras. Era una total bendición. Recuerdo cada uno de mis días en Angola con inmensa gratitud con el Señor: ser misionera era mi sueño y Él me permitió hacerlo realidad”.
Gloria Rico regresó de África hace 9 años a causa de un cáncer que sufría su papá. Fue duro volver, pero ese tiempo con su familia le vino muy bien. “Por extraño que suene me hacía falta la comida. Mi sentido del gusto prácticamente no funciona, a causa de mi pérdida del olfato; sin embargo, la comida acá es más rica o al menos se ve más bonita. Yo recuerdo cuánto me gustaba la bandeja paisa, por ejemplo; entonces trato de disfrutarla como antes”.
Para esta mujer, haber perdido el olfato fue una bendición, a la hora de estar en un continente poblado por aromas extraños y desagradables. Por supuesto, además de su entereza, carisma, convicción y vocación, el hecho de ser menos vulnerable frente a los exóticos perfumes africanos, contribuyó a que su misión llegara a feliz término.