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ocho años después de afganistán

 

Entrevista a Natalia Aguirre Zímerman, autora de 300 días en Afganistán y ganadora del premio Simón Bolívar de Periodismo.

 

En el año 2002 todavía llevaba una vida normal. Trabajaba en un consultorio de la ciudad de Medellín, como la mayoría de sus colegas. Estaba bien y tranquila, pero no era ésa la existencia que soñaba. Quería irse, con su alma de aventurera, a devorar los lugares más recónditos del mundo. Aspiraba, en principio, ejercer su profesión en Colombia, pero fue imposible. Ni en Putumayo, ni en Chocó, ni en Amazonas –sus destinos predilectos- le ofrecían esperanzas: o los hospitales estaban en huelga o no habían pagado en seis meses o le proponían un salario bastante menor que el de los otros médicos. “Así no se puede hacer medicina”. Aquella tarde bien recordada, a finales de 2002, visitó por casualidad la página Web de la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras y envió su hoja de vida. Casi de inmediato le solicitaron atender una primera entrevista. “Eso fue como un miércoles y ese mismo viernes llamaron a decirme que necesitaban que el lunes estuviera en Afganistán. Yo dije ‘espere un momentico; el lunes, tampoco. Déme siquiera una semanita’… Y al otro lunes, después de cerrar consultorio, devolver apartamento, etc., yo ya estaba en oriente medio”.

 

Esta historia la cuenta con su frescura característica, con la naturalidad de quien habla de un viaje a Bogotá o a Armenia. Afganistán no sólo sería el primer destino de muchos que vendrían para esta médica paisa, quien durante casi diez años se ha dedicado a recorrer el mundo, curando cuerpos y corazones, y sanándose sus propios prejuicios... Además, Afganistán le abriría los ojos a una cotidianidad sorprendente, registrada por ella misma en correos electrónicos que más tarde se convertirían en el libro 300 días en Afganistán, ganador del premio Simón Bolívar de Periodismo en 2005.

 

“La primera misión es como el primer amor”

 

Natalia Aguirre Zimerman nació en Medellín y allí mismo realizó sus estudios. Es médica del Ces (Centro de Estudios de la Salud) y tiene una especialización en obstetricia de la Universidad de Antioquia. Es rubia, de mediana estatura y no usa una gota de maquillaje sobre su piel blanca. Su modo de hablar delata su procedencia antioqueña.

 

Su convicción humanitaria no es religiosa, casi ni filantrópica. Simplemente, encuentra divertida esta forma de vida. “Desde cuando hice el rural, supe lo que quería. Siento que ejerzo mi profesión de la mejor manera. Además, es entretenidísimo irse a resolver problemas en lugares que uno no conoce, porque todos los días uno se embala y le toca luchársela para encontrar soluciones. En mi vida como misionera doy de lo que tengo, pero también recibo mucho a cambio”.

 

Recuerda de su primera misión en Sudán, de la cual guarda miles de anécdotas, una bastante particular: “En medio de la selva teníamos un servicio médico para una tribu de la zona. Ellos no tenían idea de lo que era un sanitario; ni siquiera usaban letrinas. Nosotros les construimos muchas, pero no hubo poder humano que lograra enseñarles a utilizarlas. El problema era que sus chocitas estaban justo al lado de la clínica, y por la noche se morían de miedo de irse lejos y hacían sus necesidades al lado de nosotros. Por la mañana el olor era insoportable; el lugar parecía un campo minado de materia fecal. No sólo era desagradable sino peligroso, por las infecciones. Una cierta noche yo estaba conversando con una de las parteras de la tribu que trabajaba conmigo. Le comenté lo preocupada que la situación me tenía. Ella dijo, tranquilamente, que con 20 dólares arreglaba el problema. Yo le dije que de una, pero que me explicara. Me contó que en su cultura ellos nunca defecan en la comida de los demás. Entonces, los 20 dólares se los gastó en semillas y la clínica quedó cercada por sembrados de maíz. Quién creyera, pero una mujer de 70 años, mueca y analfabeta, resolvió una situación con la que ningún médico, militar, ni ingeniero fue capaz. Eso le enseña a uno que hay que saber escuchar”.

 

Al hablar de Afganistán se siente en su voz un dejo de nostalgia, como quien estando lejos, habla de su casa.

 

“La primera misión es como el primer amor: si a uno le va bien, queda maravillado con los hombres. Afganistán para mí fue extraordinario. Tanto así, que decidió el curso de mi vida. Después de mi primera misión vino Sudán del Sur, donde conocí a mi esposo, un ingeniero italiano. Después me fui para Sri Lanka en el post tsunami. Luego regresé a Afganistán, después estuve en Palestina y más tarde volví a Sudán, esta vez al occidente. Mi próxima parada es Zimbabwe; me voy en tres días.

 

Yo quiero tanto a Afganistán porque se me parece mucho a Colombia. Ningún otro pueblo de los que he conocido se relaciona tan estrechamente con el nuestro. La gente que vive en las montañas, sobretodo en situaciones difíciles, tiene una cultura del trabajo e incluso un sentido del humor similar. Somos muy parecidos todos. Los africanos, en cambio, son bastante diferentes. Tal vez los años de colonización en África han deteriorado mucho la manera de ellos relacionarse con los forasteros. Allí la relación se basa en el ‘déme, déme’; en Afganistán es más ‘ayúdeme que yo después me defiendo’”.

 

Hace tres o cuatro años empezó a recibir correos electrónicos de sus viejos amigos afganos. Hoy todavía se escriben y ella es feliz. La segunda vez que estuvo en aquel país que tanto adora, se reencontró con algunos de ellos. Su traductora, Leila, se casó “con un tipo muy maluco. Pero yo no le digo nada porque ella está feliz de haber conseguido marido”. Ahora hay menos restricciones y muchos más avances tecnológicos que hace ocho años, cuando Natalia hizo su primera misión, lo que facilita la comunicación y dificulta el olvido.

 

Vivir más para escribir mejor

 

Natalia es dueña de una envidiable capacidad de observación, aunque su memoria, según ella misma, es bastante traicionera. Por eso mientras estuvo en Afganistán se anotaba en la pierna lo que veía durante el día y no quería olvidar. Cuenta que allí, por ejemplo, el material del papel higiénico es elástico. Como el tiempo de contemplar y registrar su alrededor era corto, en la piel se escribía las palabras claves de las historias que en la noche llegaba a redactar.

 

“Es que uno se encuentra con cosas muy extrañas. Imagínese que hace poco viví en una zona de África donde es supremamente común la circuncisión femenina, que eso no le toca a uno aquí. A algunas compañeras de trabajo que me tocó revisar, parece que les hubieran quitado los genitales con photoshop. Uno las ve y dice ‘¡la Barbie!’”.

 

Basta escucharla para saber que escribe bien. Su hablar es fluido, entretenido y enganchador. No tiene, ni le interesa tener, formación literaria o periodística. Simplemente, es una mujer que sabe mirar.

 

“La gente podría escribir mejor si viviera más. Eso de hacer talleres y talleres de lectoescritura no sé hasta qué punto sea efectivo. Si uno sale al mundo y huele y mira… Ah, ¡eso basta! La gente me pregunta “¿qué hago para escribir?”; yo digo “viva”. Si uno vive, tiene historias para contar. Si levanta la mirada del celular, de los problemas, y camina despacio, empieza a descubrir detalles maravillosos que vale la pena transmitir. Pero no vaya a pensar que yo soy una mujer arcaica, que se acostumbró a vivir como Tarzán. Todo lo contrario; yo soy muy fan de la tecnología, tengo mi iPad, ¡soy súper “galletera”!; pero hay momentos que claramente no son para eso. El mundo real es mucho más interesante… A veces”.

 

Afirma sufrir de promiscuidad literaria. Lee novelas baratas, reportajes y revistas… En las misiones, toma prestados los libros de sus compañeros. Su esposo dice que ella lee basura y produce literatura, y que, al contrario, él lee literatura y produce basura. Sólo hay certeza de que ella es una verdadera escritora; prueba de ello es el premio Simón Bolívar de Periodismo que ganó 300 días en Afganistán. De él, Natalia habla con una frescura casi avergonzada, como si no tuviera importancia.

 

“Yo soy como Forrest Gump, el famoso personaje americano. Como que simplemente voy elevada por ahí y me choco con cosas buenas. Un día yo estaba en la selva y me llamó mi mamá: “ve, que te ganaste un premio de periodismo” – “¿Uno muy importante?” – “Sí, sí, el Simón Bolívar” – “Listo, listo, ¡qué maravilla!”. Yo he sido una persona muy de buenas. Mi mamá estaba orgullosísima, eso sí.

 

Del libro lo que más me gustó no fue haberme ganado un premio. Pues, muy bacano y todo, pero yo no buscaba eso. Es más, yo ni siquiera buscaba publicar; sólo quería contarles a las personas cercanas a mí sobre esa realidad que no es tan lejana como uno cree. Lo que yo pienso es que uno tiene muchos prejuicios. Cuando uno ve ciertas cosas, quiere que otros las conozcan. Por eso es que yo escribo. Simplemente soy una mujer muy afortunada que ha vivido una vida diferente y esa vida permite conocer humanos en condiciones distintas, que son dignas de ser contadas. Además me interesa seguir viva en la vida de mi familia y de mis amigos. Cuando uno se va y nunca escribe, es como si estuviera muerto. Al momento de publicar el libro una de las trabajadoras de mi papá lo compró y el resto lo fotocopiaron. Yo estaba feliz; pero no porque me leyeran a mí, qué va, sino porque esas personas iban a tener delante de sus ojos un Afganistán diferente al que muestran los noticieros”.

 

“Lo que encierra las atrocidades más grandes, encierra las maravillas más grandes”

 

“En cada nuevo país, hay que reinventarse. Hay que reinventar la manera de vestir, de hablar, de comer, etc. Ahora fui al Éxito y compré bálsamo y toallas higiénicas. En muchos países eso no se consigue... Pero además del estilo de vida tan distinto, uno se enfrenta a ciertos escenarios que aquí no se verían jamás. Constantemente surgen situaciones que resultan atroces o maravillosas, pero sin duda sorprendentes. Uno se levanta con una lista de 15 cosas por hacer, termina haciendo 23 y sólo 4 estaban en la lista original.

 

Una vez, en Sudán, nos pasó lo siguiente: mi esposo y yo trabajamos con la misma organización y resulta que la mamá del carpintero que le ayudaba a él se acostó con el asistente médico de mi clínica. El carpintero se dio cuenta y llegó con una lanza, ¡una lanza!, a chuzar al médico en plena consulta. Eso, en la clínica de Las Vegas no pasa, pues. El único asistente médico que teníamos y nos lo iban a matar. ¡Qué barbaridad!

 

En otra ocasión había un montón de chivos en nuestra zona, por una manga que hacía rato no cortaban. Pedimos ayuda a un comandante nativo, diciéndole que le pusiera a alguien la tarea. Al otro día nos levantamos y estaban las mujeres y los niños corte que no ha cortado. Hay problemas mejores que sus soluciones.

 

Es impresionante, las mujeres africanas hacen todo: cargan el agua, cocinan, crían los niños... Los hombres no son sino bonitos. Como son tribus nómadas, su oficio es perseguir las vacas y no más. Las llevan al río y las traen, las llevan al río y las traen… ah, ¡y juegan lucha! Se echan aceite en el cuerpo y juegan lucha. Mientras tanto, las mujeres hacen el resto.

 

A veces es muy complicado. Uno ve atrocidades muy grandes. Pero los lugares que encierran los desastres más terribles encierran también las más increíbles maravillas. Por ejemplo, las mujeres que trabajan conmigo en esos países son valiosísimas. Ya pasaron todo el proceso de “selección natural”: no las mataron, no las hicieron casar y tienen el cerebro suficiente para negociar que la dejen trabajar en vez de llenarse de muchachitos. Es muy enriquecedor trabajar con gente así”.

 

“No sé dónde voy a vivir, pero sí sé dónde me voy a morir”

 

Natalia tiene muy claro de dónde viene y hacia dónde va. Parece que el camino de su vida fuera circular, porque piensa regresar al mismo lugar del cual partió. Se siente totalmente colombiana y afirma de manera contundente que quiere envejecer en Medellín. “Yo no sé dónde voy a vivir, pero sí sé dónde me voy a morir”. Procura que sus hijos – que viajan con ella por el mundo- también se sientan colombianos, y no será tarea complicada, considerando que su marido italiano vive enamorado de este país. Natalia confiesa que durante sus dos embarazos ha trabajado hasta el último día que es físicamente capaz. Cuando la barriga ha crecido mucho y corre el riesgo de que no la dejen montar al avión, se pone una chaqueta grande y viene a tener aquí sus hijos. A las seis semanas – tiempo justo para vacunarlos y sacarles el pasaporte- regresa con ellos al lugar de su misión.

 

“La gente que se va de Colombia añora todo el tiempo este país. Luego regresa y añora los otros lugares donde estuvo. Mi esposo y yo procuramos que donde estemos vivimos y vivimos bueno”.

 

Si Natalia está en Colombia, se mete sin problema en los trancones y escucha escándalos políticos en la W. Si está en una misión, se cambia las vestiduras y las costumbres y, como un camaleón, se adapta a su nuevo entorno; aunque afirma que siempre echa de menos su tierra.

 

No hay nada normal en sus días, pero ella no puede ser más feliz. Su calidad de vida es justo la que necesita, y ahora que es mamá, su trabajo no es tan duro. Reside en la capital del país donde la organización para la cual trabaja la envíe, y viaja a los pueblos y a la selva a trabajar. Los niños asisten a colegios americanos en la ciudad y Natalia puede pasar tiempo con ellos casi todos los días.

 

Después de cuatro meses en Colombia, la próxima estación es Zimbabwe, un pequeño país al sur de África, con el Índice de Desarrollo Humano más bajo del planeta. Nunca ha estado allí antes y no le interesa saber nada. “No leo sobre los lugares antes de conocerlos. Leyendo, uno se llena de prejuicios. Generalmente las cosas escritas de los países están dentro de la óptica de la guerra y yo, definitivamente, voy en otro plan. Me gusta dejarme sorprender y cautivar por lo que encuentro a mi paso, no por lo que me cuentan otros. Si me voy a llenar de prejuicios, me lleno yo sola”.

 

Para esta nómada por decisión es hora de un nuevo viaje. Llegará a algún pueblo que le regale historias para anotar en sus piernas o para contar en correos electrónicos. “Cualquier lugar se vuelve mi casa”. Recuerda que Afganistán le enseñó que el mundo no se divide en mapas sino en tierras. El sufijo istán significa precisamente eso: tierra – por eso hay Pakistán, Afganistán, Uzbekistán y Tajikistán. Natalia ha entendido que no hay fronteras culturales ni territoriales tan marcadas que no puedan cruzarse; de ahí que los afganos encuentren inútil la cartografía. “Colombistán”, decidió nombrar a aquel lugar que extraña, pero que viaja con ella. Aquel lugar que la ha despedido tantas veces y que siempre se alegra de verla regresar. Aquel lugar, que a pesar de la distancia, es hermano de otros que esta mujer tiene la fortuna de conocer.

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