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Cura para la libertad

 

María Stella Vélez Arango bien podría ser maestra, dentista o ama de casa. Sin embargo, tiene un trabajo bastante particular: es médica en la cárcel Bellavista de Medellín. A pesar de estar al servicio de 7 mil reclusos, la unidad de salud tiene sus limitantes. “Haga de cuenta un hospital de pueblo”, afirma la doctora. ​

 

Es su hija quien abre la puerta. Tiene 13 años y se llama Mariana. Lleva puesta una sudadera, una camisa grande y unos tacones de su mamá. Ella –su madre- anuncia con voz dulce y amable que en un segundo estará lista. Baja las escaleras vestida de negro e, igual que Mariana, en tacones. Es rubia, elegante y tiene una sonrisa cálida. Nos sentamos en la sala de su casa, que es amplia y sobria. Mariana le pregunta si puede quedarse. Ella accede de inmediato y, con una mirada cómplice, le pide ayuda para contestar las preguntas.

 

“Mariana me preguntaba: ¿mami, donde tú trabajas viven en jaulas? Un día, cuando tenía alrededor de seis años me la llevé para la cárcel, a que conociera cómo era trabajo”.

 

“Los presos fueron muy queridos conmigo, ¡hasta me dieron galletas! Mi mamá me dejó pintar en la oficina. Me di cuenta que eran personas normales, y el lugar es parecido a una clínica”.

 

María Stella está casada y tiene dos hijos, Mariana y Camilo. Es médica general, graduada de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Ejerce su profesión en Bellavista hace 18 años. Allí comparte el trabajo con alrededor de diez colegas, que se encargan de velar por la buena salud de los 7 mil internos que habitan la prisión. El centro médico en el cual labora María Stella cubre sólo el primer nivel de atención, sin lujos: hay una sala de urgencias, una de hospitalización, laboratorios, un consultorio odontológico, una farmacia y pocas cosas más. Trabaja en la jornada de la mañana de lunes a viernes. En la tarde se dedica a ser mamá.

 

¿Por qué una médica que podría trabajar en una clínica común decide ejercer su profesión en la cárcel?

 

“Llegué a este trabajo por pura casualidad. Hace muchos años alguien me dijo que si quería trabajar en la cárcel y yo, ante la propuesta, obviamente me asusté. Es que eso suena medio asustador. Me contestaron que tranquila, que eran contratos mes a mes; que intentara y si me aburría, al mes siguiente me iba. ¡Y mire todo lo que duró el mesecito!”.

 

¿Cómo fue su primer día de trabajo?

 

“Me causaba una ansiedad tremenda saber que iba a llegar a un lugar lleno de hombres, siendo yo una mujer muy joven, recién egresada de la universidad. Yo creía que todas las enfermedades que me iban a consultar eran venéreas o cosas por el estilo. Ni siquiera eso pasó. Me consultan, en general, enfermedades muy “cotidianas”: infecciones respiratorias, urinarias, problemas dermatológicos y cosas por el estilo. En ese lugar, ante mi sorpresa, encontré calor humano. Encontré personas. Yo no trabajo con delincuentes, la delincuencia es para los juzgados. Yo trabajo con personas. Fue eso, la parte humana, que complementa de una manera muy bella el ejercicio de la medicina, lo que me motivó a quedarme”.

 

¿Es su relación con los presos netamente profesional?

 

“El tiempo me ha enseñado que uno no debe involucrarse con estas personas. Hay que tratarlos bien y hacer el trabajo bien. Hay que escucharlos y ser amable, pero es importantísimo mantener la relación muy profesional. Conozco muchas historias que me conmueven profundamente, por supuesto; pero una vez salgo del trabajo, me desconecto. Si no, termina siendo tortuoso para mí, porque quedarme pensando en la situación tan dura de estas personas implica sentirme mal y triste”.

 

¿Cómo maneja las emociones contradictorias que seguramente surgen al saber que usted está curando criminales?

 

“Yo trato de ser muy objetiva con todo. Intento cumplir mi trabajo siendo cordial, como ya dije, pero sin involucrarme demasiado para no salir afectada por sentimientos tan difíciles de manejar como el rencor o la lástima. Sin embargo, no puedo negar que hay un tipo de delito con el que no logro ser objetiva: la violación. En el sistema yo puedo conocer la razón por la cual el paciente esté en la cárcel; cuando me entero que se trata de un violador me vuelvo supremamente fría y hago las cosas rápido. Con ese único delito me retraigo bastante. No lo perdono, sin decir, por supuesto, que admito los otros. Sin embargo, éste me marca muy fuerte”.

 

¿Ha sentido lástima por sus pacientes?

 

“Ellos viven en una situación muy difícil. Perder la libertad es supremamente duro para cualquier ser humano. Hay momentos concretos que me mueven el corazón, me parecen muy complicados. A veces los guardias hacen requisas con alevosía y son muy agresivos. Entran a los cuartos de los internos en masa, les quiebran los espejos, les botan los medicamentos, les rompen las fotos y se llevan muchas de sus pocas pertenencias. Esa invasión a la privacidad me parece durísima”.

 

¿Y qué hay de los presos inocentes?

 

“¡Uy, esos sí le mueven a uno todo! Hace poco uno de mis pacientes me contó por qué estaba interno. Casi se me parte el alma. Yo lo recibí para hacerle el examen médico general, él acababa de llegar. Le temblaba la voz y me decía “yo no he podido hablar con nadie, no me he podido defender”. Lo culparon por violencia intrafamiliar, pero vea la historia de este hombre. Su mujer era ludópata –adicta al juego- y se gastaba casi todos los ingresos de la familia en el casino. Una noche él llegó de tomarse un par de tragos y le habló “fuertecito”. Yo me imagino, pues, que la insultó y le gritó, pero hasta allá no sé. La cosa es que ellos vivían con la hija de la señora, que no era hija de él. En medio de la gritería la jovencita llamó a la policía, denunciando maltrato. El señor no la había ni tocado. Cuando llegaron los uniformados, la niña sacó un cuchillo de la cocina y se lo puso al lado al señor. Lo señaló y dijo que ese hombre estaba amenazando de muerte a su mamá. El señor por eso llegó a la cárcel y lo más grave es que la única que había escuchado su historia era yo”.

 

¿Qué papel ha jugado el ser mujer en su trabajo?

 

“Creo que para los internos es bueno tener contacto con una mujer. El mundo en el que ellos viven es casi exclusivamente masculino, y es innegable que los hombres por naturaleza siempre buscan ese lado fraternal en las mujeres. Buscan en uno un cierto afecto maternal, precisamente por el estado de indefensión en que viven”.

 

¿Siente que su labor como médica es distinta o más complicada que la de sus colegas?

 

“La verdad, sí. El ejercicio de la medicina en una EPS por ejemplo, se limita a un tiempo determinado de consulta y los pacientes a veces ni regresan. Van a revisión o a que se les cure determinada enfermedad, pero no más. Con las personas que yo trabajo sucede algo muy particular y es que uno siente una entrega absoluta por su parte; lo ven a uno como un protector. Es realmente notoria su vulnerabilidad respecto de cualquier otra persona”.

 

¿Recuerda alguna historia particularmente impactante?

 

“Muchísimas. Sin embargo hay una que me impresionó profundamente. Fue hace muchos años. Un señor jubilado, ya de cierta edad, vivía con su esposa y sus hijos. La mujer empezó a tomar clases de tango y se enamoró de su profesor. El señor me contaba que corrían cantidades de rumores sobre esa relación, pero que él se mantuvo escéptico. Una vez, sin embargo, se dio cuenta de que efectivamente la señora estaba saliendo con el profesor, pero no dijo nada. A los pocos días se la llevó para una finquita que tenían, le dio una comida deliciosa y estuvo muy amoroso. Bajando de la finca, se la llevó para un motel y cuando estaban en la habitación, el señor sacó un arma y la mató. Después, se disparó él mismo, pero sólo se hirió un poco el cráneo. Lo impactante de la historia, sin embargo, es lo que me decía ese hombre cuando la terminó de contar: ‘doctora, ¡si esa mujer vuelve a nacer, la vuelvo a matar!’”

 

¿Alguna vez se ha sentido desprotegida o intimidada?

 

“Sí, pero son “gajes del oficio”. Hay situaciones en las que uno no puede evitar asustarse, por ejemplo cuando los guardas lanzan tiros al aire imponiendo autoridad. Lo que yo hago en esos casos es buscar refugio en mis colegas. Me voy, por ejemplo, para donde la bacterióloga y nos encerramos en un consultorio mientras pasa la cosa. Con los pacientes en general no he tenido dificultades de ese tipo, entre otras cosas porque afuera de mi oficina siempre hay vigilantes que con su presencia misma evitan problemas”.

 

¿Qué pensaron o piensan las personas cercanas a usted de su trabajo?

 

“Al principio se asustaron muchísimo, especialmente mis papás. Todo el mundo se aterró de que yo trabajara en la cárcel, pero con el tiempo todos nos acostumbramos. Ya se ha vuelto casi un chiste. “¿Y María Stella, qué? – En la cárcel todavía, muy contenta”. Un par de veces me ha dolido que pregunten “¿y en la cárcel para qué hay médicos?”. Me duele que la gente no piense que mis pacientes merecen una buena salud tanto como ellos, que juzgan sin conocer”.

 

¿Qué es lo más gratificante de su trabajo?

 

“Realizarme profesionalmente y además tener la oportunidad de crecer como persona. Mi trabajo es muy humano. Mis pacientes son personas vulnerables e indefensas, entonces cualquier cosa que pueda hacer uno por ellos es un apoyo tremendo. Yo siento que aportando en el área de la salud contribuyo mucho en la vida de estas personas: imagínese si se combina la enfermedad con la pérdida de libertad, ¡cómo puede llegar a sufrir uno!”.

 

En ese momento llega a la casa Álvaro, su esposo, quien también es médico. Mariana corre a abrazarlo y María Stella se levanta para darle un beso. En ese preciso instante parecen un par de adolescentes enamorados. Hablan sobre la comida y sobre Camilo, el hijo mayor, que está en un club de cine y no regresará hasta más tarde. Son una familia muy unida.

 

Realmente María Stella lleva una doble vida: pasa horas en un consultorio donde atiende todo tipo de criminales; los escucha y los sana. A veces siente rabia, otras lástima, pero procura mantener distancia para no afectarse emocionalmente. Sin embargo, también es madre y esposa. Da besos de buenas noches y, mientras pueda, acompaña a sus hijos en todas sus actividades.

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