Tres puntos finales
VERÓNICA SUÁREZ RESTREPO
Alegatos en mute

Es jueves, 20 de septiembre de 2012, y son las 8:30 a.m. El cielo está gris, hace frío. En la calle 84 de Medellín, entre los barrios Aranjuez y Campo Valdés, se alzan, altas, unas barras metálicas verdes, casi a modo de fortaleza. Adentro se observa una fachada entre gris cemento y amarilla pálida. Las construcciones que se observan alrededor son antiguas, igual que ésta; son todas testigos arquitectónicos de muchos años de historia.
Como en todo colegio, aunque los muchachos estén en clase, se escuchan voces y risas ahogadas tras las paredes. Paso la portería tras unos minutos; me paro frente a la construcción y respiro profundo. Subiendo unos diez escalones, en el salón de la derecha, está el profesor Walter Vélez, dictando
La Institución Educativa Francisco Luis Hernández Betancur atiende a estudiantes con y sin limitación sensorial (ceguera y sordera). Hay aulas exclusivas de estudiantes sordos, aulas exclusivas de estudiantes regulares, otras que integran a estudiantes regulares con estudiantes ciegos, algunas que integran a estudiantes regulares con estudiantes sordos (en el bachillerato) y otras más que integran a todas las poblaciones: sordos, ciegos y regulares (también en el bachillerato).
La institución tiene 86 años de existencia pero lleva 9 años como institución educativa de enseñanza regular; antes era el Colegio de atención al limitado sensorial y, mucho antes, el CIESOR (Escuela de ciegos y sordos), donde se ofrecía sólo enseñanza de básica primaria y formación laboral en talleres especializados. Es la primera institución de sordos en Colombia, en funcionamiento desde 1925.
Dally, la mujer de las gafas rojas, me da la bienvenida al curso de 6to A de la Institución. Se presenta en español: “mi nombre es Dally y soy docente de lengua castellana; él es John Jairo, es intérprete; y ella es Johana, modelo lingüístico”. Unas horas más tarde, el profesor de Ciencias, Edwin Ayala, me explica la necesidad de estas tres figuras: “el docente se encarga de hacer lo que haría cualquier profesor en una clase regular: enseña; el intérprete traduce la información que da el docente al lenguaje de señas; y el modelo lingüístico es una persona sorda que ayuda al aprendizaje de la lengua de señas”. Este último actor me resulta el menos comprensible. Me explican que para adquirir su lengua los sordos no tienen el mismo input lingüístico que los oyentes, quienes tenemos muchos modelos de lengua a nuestro alrededor. Todos los adultos significativos que estén a nuestro lado se convierten en modelos de lengua y cultura: maestros, familia, amigos... En cambio, es muy escasa la gente que habla lengua de señas. Ocurre que en el mundo sólo el 5% de la población total de sordos es hijo de sordos. En la Institución, hay dos de casi 300 estudiantes sordos que son hijos de personas con la misma condición, así que el modelo de los sordos es, casi siempre, el modelo lingüístico del colegio.
Dally me explica que cada uno tiene una seña que lo identifica; es su nombre en lengua de señas. Los chicos me saludan, presentándose con la suya: son movimientos cortos, que resaltan, en general, facciones notables de sus rostros. Puede ser mostrar tres lunares con el dedo meñique, hacer como si se estuviera alargando las pestañas, o tocarse el mentón en un gesto pensativo… Uno de ellos, Edwin, me “bautiza”. Mi seña consiste en hacer algo así como acariciarse la capul (o la frente, donde ésta estaría) y luego, con el meñique, apuntarle a dos de mis lunares. Así me presento a todos los jóvenes sordos que conozco durante la jornada.
Es sólo hasta la clase de Física, con el profesor Edwin Ayala, que logro dimensionar las limitaciones comunicativas de esta comunidad. Pero eso sucederá más tarde. Durante el descanso varios profesores me contarán sobre “la teoría”; luego pasaré a ver lo que realmente ocurre.
En el recreo, todos los jóvenes de la institución se juntan: ciegos, sordos y estudiantes ‘regulares’. Durante ese tiempo, el profesor que me recibió, Walter, habla sobre los procesos de aprendizaje de los muchachos sordos. Muy cerca de nosotros hay una pareja de sordos, alumnos de grado 11, que no paran de reír mientras mueven sus manos. Para mis adentros, pienso que sería igual si hablaran en alemán.
“Su primera lengua es la lengua de señas, a pesar de que la adquieren tarde. No podemos decir que sea su lengua materna porque no es la lengua que se habla en su núcleo familiar. La llamamos lengua nativa porque es la de su comunidad. Ésta la aprenden del modelo lingüístico”, dice el profesor. “En Medellín no hay guarderías para sordos, de modo que la mayoría aprende la lengua de señas cuando entran al colegio, a la edad que la suerte les permita. Vienen, entre los 5 y los 16 años, a comprender que son sordos. Antes, la mayoría han tenido intentos de oralización, pero es aquí que comprenden que su manera de interactuar con los otros no es ésa. Estando en el colegio hacen el duelo. Es un duelo para la familia y para el muchacho, pero el muchacho, al mismo tiempo, descubre una comunidad con la cual sí puede comunicarse y esto también representa un alivio”. Esto puede observarse claramente en la Institución. Son una comunidad: se observan, en el patio de recreo, alegatos en “mute”, pero con todas las reacciones de cualquier conversación con volumen alto: risas, asentimientos y rabia.
Dally Ortiz, la profesora de las gafas rojas, cuenta que hay algunas familias que nunca aprendieron la lengua de señas. “Llegan el día de la entrega de calificaciones y le piden a uno que le diga al niño que se porte bien en la casa. Es como si uno tiene un hijo y decide no hablarle nunca”, dice ella, con tristeza. “Yo por eso entiendo que sean tan necios en clase. Es que hay muchos que afuera no pueden hablar con nadie”, añade Edwin Ayala.
Insisto en que me expliquen qué ocurre con el castellano, porque siempre he creído que los sordos lo leen sin problema y que es éste su medio para comprender el mundo de los oyentes. John Jairo Blandón, el intérprete de camisa rosada que estaba en 6to A, me explica que el español para un sordo es una segunda lengua. Por tanto, lo que alcanza a captar de un texto escrito son palabras con las que hace asociaciones e interpretaciones. El problema se dificulta cuando entra en escena la pragmática. “Por ejemplo, la palabra orgullo, en principio, se puede relacionar con algo malo; una persona orgullosa no es buena. Pero en otro contexto puede haber una frase que dice ‘yo soy el orgullo de mis padres’. Ahí, podría entenderse que algo anda mal con el hijo. La pragmática no es visual, por eso es tan complejo aprender español cuando se es sordo. En lengua de señas hay señas diferentes, dependiendo del orgullo”.
Mientras estoy sentada con los “profes”, muchos estudiantes, sordos, ciegos y regulares, llegan a darles la mano, a abrazarlos o a ofrecerles algo de la lonchera. Con Walter, chocan la mano y le reclaman plata que, por supuesto, no les debe. Son amigos. Son cómplices.
Suena la campana y Dally me lleva donde Silvia Gómez, profesora de Lectoescritura en la Institución hace dos años. El asunto del lenguaje es mi mayor interés. Silvia me cuenta que su clase se divide en dos partes. Primero, enseña castellano escrito, es decir, la escritura de la lengua, las palabras que se utilizan, en qué orden van, la sintaxis… la estructura gramatical de la lengua de señas y del castellano “no se parecen en nada”. “La estructura del español les cuesta trabajo porque a veces son difíciles comprender por qué una cosa va en cierto lugar y no en otro. Por ejemplo, ayer trabajamos el posesivo. Es complicado explicarles y que entiendan cuándo va antes y cuándo, después: mi cuaderno, ese cuaderno es mío. El orden cambia”. La otra parte de la clase tiene que ver con la comprensión. Como los jóvenes sordos no tienen el castellano escrito bien afianzado, no son capaces de leer un texto. Ahí entra el intérprete, quien, por supuesto, lo interpreta para ellos. Sin embargo, hay que trabajar la comprensión en textos diferentes al narrativo. Si les cuentan, entienden perfecto, porque se lo pueden imaginar. Igual ocurre con el texto descriptivo. Sin embargo, el argumentativo, el explicativo y el informativo, les dan mucha dificultad. No son textos en los que los recursos visuales sean útiles. “El ideal es que algún día puedan leer solos, sin su intérprete; pero, por ahora, se trabaja con este recurso, mientras se acostumbran a entender”, dice Silvia.
Antes de que empiece el siguiente período de clase, aprovecho para conversar con John Jairo Blandón, el intérprete de 6to A. Es un hombre encantador: habla pausado y vocalizado, y usa palabras bonitas. “Primero que todo, fue curiosidad. En una calle de Medellín, a mis 14 ó 15 años, recuerdo haber visto un par de sordos comunicándose. Uno movía las manos y el otro se reía… conversaban. Quedé fascinado. Casualmente, yo tenía una amiga que estaba en un curso de lengua de señas con una persona sorda. Una vez, me mostró una agenda que decía cosas como “el dedo se mueve de arriba a abajo”, “la mano se pone en el mentón”… Y yo le pregunté que qué era eso. Ella me dijo que se trataba del lenguaje de los sordos, que antes se conocía como lenguaje manual y que hoy se denomina lengua de señas. Eso fue como en el 96. En ese tiempo, la lengua de señas era casi exclusiva la élite académica. Sin embargo, a mí me llamaba muchísimo la atención, de modo que traté de entrar al grupo en el que estaba mi amiga. En principio me lo negaron: “llevamos tres meses estudiando” pero yo dije que era capaz de desatrasarme. Y lo hice. A los ocho días, llegué con el módulo aprendido hasta donde ellos iban. En la clase, todo era en lengua de señas, y cuando la profesora hablaba y yo podía responder. Todos se quedaron sorprendidos. Ahí, decidí que eso era lo que quería hacer. Luego regresé a Medellín y me fui para la Asociación de Sordos y presenté una evaluación que requiere la Secretaría de Educación para trabajar en contextos educativos; y en la evaluación me fue tan bien que me ofrecieron empezar a trabajar al otro día. Me quedé trabajando con ellos durante una año y medio, y luego empecé con la Secretaría de Educación y llevo acá seis años. En el Tecnológico de Antioquia estuve con una niña en una carrera de Promoción de Desarrollo Humano, terminamos el semestre pasado. Estuve con ella todas las clases, asesorías y salidas de campo de la carrera durante tres años, interpretando para ella lo que decían los maestros. El próximo año continuaremos con la profesionalización. Serían dos años más para graduarse como Trabajadora Social”.
La campana suena nuevamente y el profesor Edwin Ayala me invita a su clase de Física con un grupo de décimo. Entro al salón y me siento un poco como un objeto de estudio: todos me miran y hablan sin que yo comprenda. Alexandra Valencia es la intérprete asignada para esta sesión. Sebastián es el chico que más me intriga: tiene ojos verdes expresivos y pelo ensortijado. Me mira mucho y, por Alexandra, me entero que insiste en saber quién soy. En unos minutos me daré cuenta que la curiosidad es parte de su naturaleza y dejo de sentirme importante. Cuando llegan todos y están sentados, Edwin me pide que me presente. Paso al frente y les cuento qué hago allí: que soy estudiante, que estoy haciendo un Reportaje… Ninguno me mira, pero, a través de las manos de Alexandra, tan sutiles como los de una bailarina de ballet, sé que me escuchan.
En la clase están viendo las propiedades de la materia. Durante la sesión, Edwin les habla sobre la masa y la longitud durante una hora. Es tedioso. Él habla en español, Alexandra traduce al lengua de señas, Sebastián y algún otro preguntan en lengua de señas, Alexandra traduce al español, Edwin responde en español, y vuelve a comenzar el ciclo. Se avanza poco. Emiten sonidos muy extraños para llamar la atención del maestro. Luego gesticulan. Toma una hora diferenciar masa de longitud. El profesor me explica que los temas de física y química son muy difíciles de explicar porque los esquemas mentales de los chicos están demasiado ligados a las imágenes, de modo que cualquier concepto que requiera de una mínima abstracción les resulta muy ajeno.
Luego de la clase de Física, recorro los corredores de la Institución, ya de salida. Comprendo mejor un universo que hasta hoy era desconocido, y borro ciertas suposiciones para reemplazarlas por confirmaciones. Por ejemplo, comprendo una frase de Heidegger que dice algo como que la lengua materna no se aprende, sino que se habla. Cuando los jóvenes, luego de no haberse podido comunicar durante 5 ó 16 años, como es el caso de una niña de la institución, van a un lugar donde les hablan en lengua de señas, una que sí resulta comprensible y con la que pueden hablar del mundo.
Me despido de los chicos como un gracias (las yemas de los cuatro dedos que no son el índice tocan el mentón y luego se desploman sobre la otra mano que los recibe a la altura del pecho) y, al salir de aquella fortaleza, regreso al mundo donde se invierten los papeles. Yo seré nativa de nuevo, en el universo de las palabras en castellano y los sonidos comprensibles. Ellos saldrán al silencio que se prolonga más allá de las puertas del colegio. Salen a mi mundo y probablemente al suyo, señor lector, donde todos ellos son extranjeros.
una clase de Filosofía a un grupo de jóvenes reacios a comprender la lógica aristotélica.
Walter es un hombre de voz fuerte y de palabras delicadas. Lleva siempre puesto un delantal azul oscuro. “¿Le parece si vamos donde Dally, que está en 6to A?” – “Sí, señor. Claro”. Salimos al pasillo y llegamos a otro salón. Hay 11 jóvenes, de edades variadas, aunque en promedio tienen 13. Al frente, en el tablero, hay dos mujeres y un señor. Supongo, por el nombre, que Dally es una de las damas, pero no entiendo qué hacen tres personas mayores en un salón con tan pocos estudiantes. La mujer más adulta, de gafas rojas y discurso fluido, habla y le entiendo. La otra mujer, bajita y de cabello corto, se pasea por el salón. El hombre, de tez morena y camisa rosada, mueve sus manos con una elegancia majestuosa. La profesora, la única a quien entiendo, de repente, calla. Los chicos emiten sonidos torpes, pero mueven las manos con una limpieza asombrosa. Me miran y se mueven, gesticulan. Yo solo sonrío, nerviosa. Extranjera.